LA PASIÓN DEL JOVEN ERIC. Capítulo 3

Como todos los niños, cuando un mayor te dice que algo es peligroso, lo que hace es alimentar tu interés en intentar vencer el miedo para sentir el honor de la valentía y probar la hazaña.

Una mañana, cuando Eric contaba con los primeros vellos faciales, salió a pasear con su majestuoso perro Rastas, una especie de pastor, con pelo largo y patas robustas con las de un caballo. Sintiéndose protegido por éste, inició el descenso hacia el barranco del lobo. Había que pasar por un escarpado y angosto sendero, que transcurría junto a las frías aguas de un riachuelo.
Tras un buen trecho, llegaron a una antigua casa abandonada, hecha de piedra, con grandes ventanales y un techo de teja, que se conservaba bastante bien, para haber sufrido las inclemencias del paso de los años. Rastas se entretenía por el camino intentando arrancarse las ortigas y espinas que iba atrayendo de los abundantes cardos y abreojos que habitaban. Dicen que el nombre de abreojos se les daba porque cuando ibas a echar mano a una planta de estas, no podías evitar esa expresión, debido a la gran cantidad de pinchos de sus tallos.

Conforme se acercaban más al viejo edificio, se hacía un mayor silencio, sólo roto por el sonido del agua. La atmósfera se iba vaciando de sonidos como el cantar de los pájaros, e incluso el viento dejaba de susurrar. El perro, valiente donde los haya, se detuvo de pronto y lanzó una mirada en círculo, como si intuyera algo. No quería continuar hacia delante, e incluso amenazó con iniciar el viaje de retorno.
La cueva quedaba aún a mas de una hora de camino, y tampoco era lógico desisitir por un simple presentimiento. Posiblemente fuera sólo el sonido de algún jabalí o alguna cabra que el oído humano no era capaz de detectar. Eric se sentó a descansar un rato, sobre un muro a medio caer y bebió un poco de agua antes de reanudar la marcha.